El ocaso de Elveon.

El viento gélido azotaba las imponentes torres de obsidiana de Tarso, la actual capital del imperio élfico. En su interior, la emperatriz Anya observaba con desánimo el mapa extendido sobre la mesa de su despacho. El otrora vasto imperio se había reducido a una mera sombra de su antiguo esplendor. Las provincias rebeldes se extendían como un mar de fuego a su alrededor, devorando las tierras que durante mil años habían estado bajo el dominio de los elfos.

Anya suspiró y se pasó una mano por su larga cabellera plateada. La profecía se estaba cumpliendo. Los Ancestros habían advertido de este momento, del día en que la arrogancia y la complacencia de los elfos les llevaría a su ruina. Pero nadie les había escuchado.

En las calles de Tarso, la tensión se podía cortar con un cuchillo. Los elfos, antaño orgullosos y arrogantes, ahora se movían con miedo e incertidumbre. Los rumores de conspiraciones y traiciones llenaban el aire. La guerra había diezmado a la población y los recursos escaseaban.

En las fronteras del imperio, los enemigos se preparaban para el asalto final. Hordas de hombres bárbaros, enanos rencorosos y criaturas salvajes acechaban en las sombras, esperando el momento oportuno para asestar el golpe definitivo.

Anya se levantó de su trono y se dirigió a la ventana. Observó la ciudad a sus pies, una ciudad que antaño había sido un símbolo de poder y magnificencia, pero que ahora se encontraba en decadencia. Un escalofrío la recorrió. El futuro de Elveon pendía de un hilo. Solo ella podía salvar a su pueblo de la extinción.

Con un gesto decidido, Anya se giró y se dirigió hacia la puerta. Era hora de actuar. La supervivencia de los elfos dependía de ello.

Anya recorrió los pasillos del Palacio Imperial, una imponente estructura de mármol blanco que se erguía en el corazón de Tarso. Los altos ventanales dejaban pasar la luz del sol, iluminando los tapices que narraban la gloriosa historia de los elfos. Los pasos de la reina resonaban en el suelo de alabastro, un eco solitario en la vastad del palacio.

Su mente estaba ocupada con las intrigas políticas que plagaban la corte. Las casas élficas, antaño unidas bajo un mismo estandarte, ahora se encontraban fragmentadas y enfrentadas. La Casa del Sol Iracundo, con su ardor guerrero y su sed de poder. La Casa del Grifo, con su astucia y su ambición desmedida. La Casa del Tritón, con su magia ancestral y su dominio del mar.

Anya suspiró. La profecía era clara: solo un líder capaz de unir a las casas podría salvar a Elveon de la destrucción. Y ella, la última descendiente de los Ancestros, era la única con la capacidad de hacerlo.

Llegó a las puertas del Gran Salón, donde se reunían los representantes de las casas élficas. Un murmullo de voces llenó el aire al verla entrar. Anya se irguió, con la frente en alto y la mirada firme. Era hora de dar el primer paso para unificar a su pueblo.

Anya sabía que el camino hacia la unidad sería largo y difícil. Las casas élficas desconfiaban unas de otras, y sus rencores ancestrales parecían insuperables. Sin embargo, ella estaba decidida a cumplir su destino y salvar a su pueblo. Solo con la unión de las casas, Elveon podría enfrentar los desafíos que se avecinaban y construir un futuro mejor.

Anya era consciente de que su posición como reina no solo estaba amenazada por las intrigas políticas de las casas élficas, sino también por el hecho de ser mujer, una desventaja profundamente arraigada en la sociedad. Los elfos, orgullosos de su fuerza física y la destreza en la batalla, consideraban a las mujeres como seres inferiores, incapaces de liderar o tomar decisiones importantes, dado su menor potencial físico.

A pesar de la rica historia de Elveon, llena de ejemplos de mujeres élficas que habían destacado en la guerra y en la paz, la mentalidad dominante relegaba a las mujeres a un segundo plano, si a caso, solo las arqueras gozaban de cierta reputación en las batallas, aunque siempre con el desprecio de ser consideradas inferiores en los nobles artes de la lanza y de la espada. La reina observaba con tristeza cómo la mitad de su pueblo era subestimada, su potencial desperdiciado por una tradición arcaica y discriminatoria.

Sin embargo, Anya tenía un arma secreta: la magia de las Tejedoras. Un arte antiguo, casi olvidado, que solo las mujeres podían dominar. A través de la meticulosa manipulación de los hilos del destino, las tejedoras podían influir en la realidad, tejiendo su voluntad en el tejido del universo.

Anya había dedicado años a estudiar en la biblioteca imperial, desentrañando los secretos de las tejedoras de conjuros. Sabía que este poder podía ser la clave para ganarse el respeto de los varones, que solo la fuerza y la capacidad de influir en el mundo físico les impresionaba.

No obstante, también era consciente del peligro que entrañaba revelar su poder prematuramente. Si sus rivales políticos la percibían como una amenaza demasiado poderosa, podrían unirse en su contra, sellando su destino.

La magia de los espíritus y demonios, dominada por todos los elfos, era también una fuerza formidable. Anya, a pesar de sus conocimientos en este campo, no podía subestimarla. La magia tejedora, aunque poderosa, no era un arma de guerra infalible. Sería más bien un símbolo de su autoridad, un elemento que le granjearía el respeto de las casas, pero no una garantía de victoria en la batalla.

Anya se encontraba en una encrucijada. Debía encontrar el equilibrio entre mostrar su fuerza y mantener la prudencia. El camino hacia la unidad de Elveon estaba plagado de obstáculos, y su condición de mujer era uno de los más difíciles de superar.

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